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  • Foto del escritorIbai García Ramos

La escalera

Ibai convierte la palabra en una herramienta de reflexión para compartir su paso por 2º de Bachillerato y la EVAU, considerándolos como el primer escalón para construir la vida adulta.

Nos pasamos toda la adolescencia oyendo desde la distancia el estruendo de los cañones, una batalla que siempre parece tan lejana que carece de importancia. Sin embargo, a medida que el tiempo se va llevando nuestra inocencia y despreocupación para traernos en su lugar las advertencias de un futuro que se planta inmediatamente ante nuestras narices, nos damos cuenta que esa guerra que siempre habían librado aquellos que tenían una edad en la que ni por asomo te imaginabas, —a pesar de tener la certeza de que los años siempre caminan en la misma dirección— se encontraba ya a poco menos de nueve meses de destino. Así, después de años recorriendo la misma autopista sin preocupación, con la sexta marcha puesta y sin freno, nos encontramos de repente con un panel que nos indica las mil y una salidas inmediatas a destinos inciertos, carreras y modos de vida que no tenemos del todo claro que casen con nosotros. Y, como si fuera poca la angustia de no saber qué vía tomar, el GPS se toma la molestia de recordarte que hay peajes sea cual sea la dirección.


Algo así es como imagino que suena la palabra EVAU en la cabeza de los estudiantes que en los diez primeros minutos de presentación la escuchamos por vigésima vez, como si de batir un Record Guiness a la palabra más veces mencionada se tratara. De esa manera empieza el que es para muchos el curso más agobiante de todos.

El comienzo —como todas las primeras veces que comenzamos algo en la vida— es probablemente de las partes más complicadas. Uno es consciente de que los primeros trimestres siempre son un terreno inhóspito, una vereda sin explorar, sin embargo, confiamos que, tal y como hemos hecho las diecisiete anteriores veces, podremos, poniendo ojo avizor y con algo de esmero, sobreponernos a las adversidades. Porque nadie espera, por muy prudente que sea, que, la decimoctava vez que va iniciar la trashumancia por esa cañada que es cada curso, las vacas vayan a venir flacas o peor aún, que unos desconocidos que se presentan como profesores —a los que con el tiempo cogerás bastante cariño— se plantan en medio del camino para poner aún más trabas, como si de Roque Guinart y sus bandoleros se tratara, aunque esta vez no te los encuentras de camino a Barcelona como se los encontraran Quijote y Sancho, sino en dirección a la EVAU.

A pesar de los exámenes, caminos pedregosos, profesores exigentes y bandoleros que acechan, todo pasa. Más pronto que tarde te plantas en navidades llenando el buche de absolutamente todo lo que te pongan por delante durante las fiestas. Así te das cuenta de que, en el fondo, no era para tanto y a pesar de que los cañones cada vez se oyen más cerca y que en unas semanas hincar los codos sobre la mesa ya no será pecado —pues para comer no, pero para estudiar siempre hay excepciones— vas poco a poco y muy estoicamente, aceptando las cosas como son, sin que la frustración recalcitrante de un curso recalcitrantemente frustrante te haga estar de morros todo el día.

Así nos plantamos el ocho de enero con cierta desgana, pero con la certeza que de que una vez hecho el camino cuesta arriba lo demás es bajada. El segundo trimestre es generalmente ese tobogán que nos lleva desde el invierno y los días cortos a la primavera, el buen tiempo y más horas de luz. Por ello, a pesar de que estudiar siempre es estudiar y la presión nunca desaparece del todo, la sensación es muy distinta. Febrero y marzo son una bocanada profunda de aire en un curso que muchas veces ahoga, una tregua en la batalla y una calma que desafortunadamente precede a la tormenta.

Una vez terminan los pasos de Semana Santa y desaparecen de las panaderías las torrijas se reanuda todo. Como si de una estampida se tratara, toca correr porque apenas queda un mes para finalizar el curso y antes de la tormenta, debemos asegurarnos de meter todos los animales en el arca. Abarcar un temario inabarcable apremia y si ya resultaba agotadora esta carrera de fondo imagina que te digan que corras el último kilómetro a sprint. A pesar de todo y por muy imposible que parezca, ahí te ves de nuevo sobreviviendo, y te encuentras en las primeras semanas de mayo con el curso ya terminado y rodeado de tus compañeros graduándote y festejando.

A pesar del jolgorio de haber terminado, las celebraciones y la emoción de dejar atrás el instituto, sabes que ha llegado el momento. Ese instante en el que te sueltan la mano todos los que durante años te han ayudado a sobreponerte a las adversidades y te toca plantarte a ti y demostrar lo que vales, o eso crees. Son dos semanas de mucho estudio hasta ese “día D” en el que desembarcas a orillas de un sitio completamente desconocido como es la universidad para convertirte en partícipe de ese nerviosismo e histeria colectiva y generalizada, en una semana en la que se pasa muy mal rato. Ves gente llorar, gritar, vomitar, dormir, reír… Es un impredecible torbellino emocional del que a veces se sale bien parado y otras no. La única realidad, lo único en lo que sí coincide todo aquel que pasa por ello es que todo se termina.

Viste imposible la subida del primer trimestre y se pasó. Parecía una locura volver después de navidades y lo consigues sobrellevar. Creíste que te mueres en el último mes de finales y sigues de una pieza. Parecían los exámenes de la selectividad los jinetes del apocalipsis y para nada. Lo único que todos sacamos en claro es que absolutamente todo pasa y con el tiempo menos importancia tienen estas cosas. Así, comprendemos que la verdadera prueba de este curso era llegar a entender que nada es realmente tan relevante, que la vida da muchas vueltas y comernos la cabeza por aquello que no podemos controlar solo nos lleva a la amargura.

Por eso es tan importante este curso, porque sólo aprendiendo esto podemos dar el primer paso a convertirnos en adultos; el primer escalón a construir nuestras vidas.

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